Arquitectura y Humanidades
Propuesta académica

Recomendaciones para la presentación de artículos y/o ensayos.

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La casa perfecta*

Jorge Tamargo


 “Ahora nos invaden, desde América, cosas indiferentes y vacías, pseudocosas, trampas de la vida… Una casa en la mentalidad americana, una manzana o una vid americanas no tienen nada en común con la casa, la fruta, el racimo en el que habían penetrado la esperanza y los demorados pensamientos de nuestros antepasados. Las cosas animadas, vividas, las cosas que saben lo nuestro, decaen y ya pueden ser sustituidas. Somos quizás los últimos que han conocido aún tales cosas. En nosotros se apoya la responsabilidad de conservar no sólo su recuerdo (esto sería poco e inseguro), sino su valor humano y lárico. («Lárico» en el sentido de los dioses «lares» o del hogar)”.

Esto escribía Rilke en una de sus célebres cartas a comienzos del pasado siglo. Pasaré de puntillas por la procedencia de los vicios que menciona el gran poeta checo, pero no sin confesar que cada vez tengo más dudas sobre la supuesta patria americana del “pecado original” que nos condenó a las casas que hoy padecemos. Puede que el impulso prometeico y adánico se haya concretado en California, Chicago o Nueva York, sí, pero la serpiente y la falaz poma eran europeas, porque fue en Europa donde germinó el manzano de la utopía en los últimos mil años. En Occidente todas las manzanas son europeas, por más que su semilla sea irania; todas las serpientes son hijas de Pitón, aunque hayan danzado para Sócrates después de haberlo hecho para Zoroastro. Europeos fueron los Bacon (Roger y Francis), Moro, Burton o Fourier, por citar sólo algunos de los hortelanos; y Garnier, Howard o Le Courbusier, por citar también algunos cosecheros. La casa-objeto-máquina que aterraba a Rilke era un fenómeno trasatlántico, pero con esencia europea, como lo fueron los edificios de Costa (francés aplatanado, por cierto) o Niemeyer en Brasil. Los americanos muchas veces fueron, y todavía son, el vehículo más o menos cándido para poner en marcha los sueños paternos; porque la pulsión cultural europea nunca fue tan débil como para permitir que su contraria civilizadora campeara inmisericorde por el viejo continente. Ya bastante se había visto a comienzos del XX (o no, uno de los problemas de Londres en el Ochocientos era lo poco que se veía bajo su niebla tóxica) con la implementación de la ciudad industrial en Inglaterra. Había que experimentar a lo grande en América lo que repugnaba en Europa. Las ideas y las doctrinas, europeas. El laboratorio no.

Pero poco importa, al menos aquí y ahora, cual sea el origen del asunto. Aunque no haya sido americano aquel burgués romántico que sintió la necesidad de salir À la recherche du temps perdu, ni americana fuera aquella compañía que, a finales del siglo XIX, compró en Saqqara un cargamento de diecisiete toneladas de gatos momificados antes de Cristo para honrar a Bastet, con la intención de pulverizarlos y emplearlos como fertilizantes en las fatigadas tierras del Imperio; efectivamente, Rilke fue testigo de la rotura definitiva del vínculo sagrado que unía al hombre con las cosas que conformaban (conforman) su paisaje espacio-temporal. Como era un ser hipersensible, lo vio claro; como era un gran poeta, lo in-formó valiéndose de la verdad menos sospechosa: la poética.

Pero, ¿quién escuchaba a los poetas en el XIX o en el XX? ¿Y quién los escucha ahora? El hombre-masa no necesita poetas. O sí, más que ningún otro tal vez, pero no lo sabe. ¿Cómo podría constituirse este hombre en guardián del valor lárico de las cosas, cuando su razón de ser pasa por vivir desarraigado, al margen de cualquier vocación que pueda toserle al consumo? La casa del consumista debe poseer, ante todo, valor de cambio; no es para él, (ni para nadie) sólo es un activo pasajero en sus apuntes contables. Esta casa debe poseer el valor de uso justo para sostener un precio provechoso que crezca en constante aceleración; y también debe implementar un antídoto frente a las demandas judiciales que el consumista pueda emprender contra sus artífices y valedores: promotores, banqueros, políticos e ingenieros. Porque la concepción de esta casa no es asunto de arquitectos. Esta casa pretende ser una maquinita perfecta que cree la ilusión de confort ergonómico y térmico en un hombre enfermo, más aún, roto, que ya piensa (pobre de él) en la inteligencia artificial como imán de sus trizas.

Ah, la perfección. No esa que apunta hieráticamente a la Regla de Oro, sino otra peor todavía: la devenida de una pulsión autómata exacerbada que, junto a la pulsión de posesión, embala al homo tecnológico, tan indolente de sí mismo, que sólo se siente cómodo y protegido si participa lo estándar. Esa perfección, insisto, no es cosa de arquitectos, porque no tiene raíz alguna en el humanismo. Una casa tan inteligente, que no pertenece a nadie, pues no está pensada para que una familia la habite en plenitud, sino para que acampen en ella muchas familias mientras no puedan evitarlo; es decir, mientras estén de paso en su camino hacia otra más perfecta y rentable; una casa como ésta, digo, es asunto, sobre todo, de juristas e ingenieros. Lo vemos con claridad en España, por ejemplo, donde el proyecto de una casa, o de un edificio residencial, se ha convertido en un ejercicio que combina lo jurídico-administrativo con lo técnico, poco más. Claro que hay excepciones: la ecuación puede complicarse con el esnobismo y el mercadeo, pero muy pocas veces emerge en ella la arquitectura en su complejidad, con toda su razón de ser; entre otras cosas, porque es prácticamente imposible, porque el marco legal y normativo lo impide, porque el consumista no lo necesita, ni siquiera lo conoce: no lo demanda, incluso lo abomina.

La casa perfecta del homo tecnológico y consumista no debe tener goteras, claro, (esto ya lo pretendía la casa egipcia) debe ser capaz de conducir el agua de lluvia y las cargas de todo tipo desde el tejado hasta el suelo, claro, (esto ya lo conseguía la casa vikinga) pero además debe ser eficaz energéticamente… y saludable… y aséptica. O sea, por contradictorio que parezca, debe aislarse severamente del exterior, y a la vez ventilarse de forma continua; debe tener una carpintería estanca al aire, con abundantes aireadores sin embargo… También debe ser garante de suma privacidad, por supuesto. Tendrá un tratamiento acústico ejemplar en la superficie de contacto con sus iguales y contiguas para aislar a sus moradores, incluso más de lo que ya lo hacen sus hábitos antisociales, confesables, sólo, a sus teléfonos móviles… El homo tecnológico y consumista no sabrá nada de su vecino y semejante porque lo escuche a través de la pared medianera. Lo sabrá todo si comparte con él las redes sociales. Y a la vez, ni uno ni otro podrán esconder nada ante las grandes empresas que trasiegan con la información personal que ambos regalan a los satélites diariamente, como tampoco lo podrán esconder ante el gobierno que los espía “por el bien de todos”…

Eso sí, no parece relevante que la casa perfecta se construya con materiales extraídos de la naturaleza a diez mil kilómetros de distancia, y elaborados industrialmente a otros tantos, quién sabe si en dirección contraria. Por ejemplo, una casa perfecta en España, que no sabrá si calentarse o ventilarse mientras su inquilino (esta casa no tiene verdaderos propietarios, ya lo dije) espera que suba su precio para traspasarla, puede estar construida con cemento mexicano, cerámica turca, aluminio holandés y madera brasileña. El celo medioambiental que al parecer justifica y ampara la cacareada eficiencia energética, resulta relativo cuando se trata de frenar, o siquiera cuestionar, el trasiego de tecnologías y mercancías tan caro al homo tecnológico y consumista, ciudadano (digamos ciudadano, para no complicar las cosas) del Sacro Imperio Global.

Los penúltimos románticos (¿formo parte de los últimos?) vivieron los gérmenes de nuestra deriva actual, intuyeron sus perniciosos efectos y los denunciaron. Algunos fueron optimistas. Ernst Fischer, por ejemplo, un marxista sui géneris, dijo en un arranque taoísta: “a medida que las máquinas vayan siendo más eficaces y perfectas, resultará evidente que lo que hace la grandeza del hombre es la imperfección.” ¿Resultará evidente...? Sonrío con amargura. Otros fueron más pesimistas porque se dieron cuenta de que el enemigo era (es) interno. Pessoa, por ejemplo, observó: “una sola cosa me maravilla más que la estupidez con que la mayoría de los hombres vive su vida: es la inteligencia que hay en esa estupidez.”

¿Es la inteligencia, obrando al margen del humanismo, (y puede que en su contra) la que nos condena a la casa perfecta? Bueno, afortunadamente, tal pugilato no está del todo resuelto. En España la gente tapa los huecos que los ingenieros proyectan y obligan a introducir en sus ventanas o muros. Los usuarios quieren mantener calientes sus maquinitas de habitar al menor costo posible. Y además, conviven en ellas con perros, gatos y otras mascotas raras con las que comparten el aire enrarecido. También personalizan el diseño interior de las cajitas donde se ven obligados a pernoctar. Lo hacen caprichosamente. En unos casos, siguiendo los cánones de las revistas de moda, en otros, observando tercos hábitos de sus abuelos. La gente camina hacia la inteligencia artificial, pero a veces remolonea, parece tener menos prisa de la que quisiera el ingeniero-jefe de Google.

Soy arquitecto. Supuestamente estoy formado para influir de manera positiva en los hábitos domésticos del homo tecnológico y consumista, para ordenar el espacio donde vive, para apaciguar su tempo vital. Intento hacerlo cada vez que puedo, por difíciles que se hayan puesto las cosas. Soy tan soberbio, que a veces pienso que en alguna medida lo consigo. Pero no soy tan estúpido, o eso creo, como para no darme cuenta de que una casa óptima, si fuera posible, jamás resultaría perfecta para una mentalidad ingeniera; porque una casa óptima sería aquella que realmente perteneciera a sus moradores: seres humanos todavía, y como tales, sometidos en última instancia a un pathos complejo, que para nada se puede supeditar, sobre todo si hablamos del ámbito hogareño, a los raquíticos logos y ethos de la ingeniería. En una “casa óptima” el genio debe vivir al servicio de la familia, y el ingenio no debe pretender más que facilitar las cosas para que ello ocurra. El ingenio, como mucho, es la lámpara; nunca quien la frota, y menos aún, Aladino.

Los arquitectos estamos jodidos en tanto somos, o deberíamos ser, agentes del Humanismo. Lo sé, pero, parafraseando a Eliot, debemos decir (pensar): en la arquitectura, como en la vida misma, nuestra tarea consiste en sacar el máximo partido de una mala situación. Y parafraseando a Poe, debemos mostrarnos relativamente agradecidos, porque: si no existieran todavía vestigios de Arquitectura, la última palabra sería de esos locos ingenieros japoneses… o chinos / indios / ingleses, qué más da. Morir matando, eso es. En este caso no veo otra manera de alcanzar, y, con un poco de suerte, testar, la Fe de Vida.

  Jorge Tamargo
13 y marzo de 2016

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*A María Elena Hernández Álvarez, arquitecta y
profesora mexicana, que con esfuerzo y acierto, dirige
la investigación "Arquitectura y Humanidades" en la
Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)